Sus ojos
no eran el espejo de su alma sino un pozo vacío donde me tiraba siempre
de cabeza. Su nariz el trampolín que nos impulsaba hacia la falta de
oxígeno. Su boca rojiza arrojaba un río deshuesado entre marfil haciendo
guardia. Sus hombros la percha perfecta, cansados cedían suavemente a
la gravedad y dibujaban una figura aún más lineal, podías confundirla
con una corchea. Su cintura el origen de sus piernas, y sus piernas el
origen de los pasos que mi mirada seguía.
Hasta que la perdí.
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